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Entrecuentos: La historia de los gorriones

La siesta conversaba con los charcos y los ruidos familiares de la limpieza en la cocina se habían silenciado, cuando Juan y su padre hablaron de la necesidad de un encuentro.

Horas después, tal como lo habían convenido se encontraron frente al teatro San Martín. Dos estrellas tempraneras los vieron cruzar la plaza Justo José de Urquiza tomados de la mano.

El niño iba pensativo. Tan pensativo que pasó frente a la estatua de  Borges sin mirarla y, por supuesto, sin repetir como siempre lo hacía cada vez que pasaba por ahí, esos versos de don Jorge Luis que tanto le gustaban:

¿Y fue por este río de sueñera y de barro

que las proas vinieron a fundarme la patria?

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires.

La juzgo tan eterna como el agua y el aire.

                                                        


Jorge Luis Borges: Fundación mitológica de Buenos Aires.

¡Cómo lo había conquistado a Juan la palabra “sueñera”!

La usaba frecuentemente, desde que supo qué quería decir, Pero no por eso dejaba de jugar con ella combinándola de diversas y disparatadas maneras. A veces hasta le ponía música:

“Luna sueñera cascabelera” ¡Y la palabra empezaba a bailar!

Pero hoy, ¡NADA DE NADA!

El muchacho estaba realmente preocupado. Tampoco al padre se lo veía tranquilo, pero peor se puso cuando Juan dijo lo que le  tenía que decir. Es que Juan se despachó sin anestesia:

–¡Papá, quiero que dejés la política!

–¿Quéeeeeee? –exclamó el padre tirándose gotas de  café en la corbata.

–¡Digo, que quiero que te alejés de la política!

 Y te lo pido porque ya no aguanto más. Realmente te digo: ¡NO-SO-POR-TO-MÁS!

Por donde voy escucho lo mismo: “¡Que los políticos no sirven, que la política es para los sinvergüenzas, que todos los políticos son parrutos!”

–Corruptos, hijo, corruptos –le aclaró el padre.

–Que todo anda mal por culpa de ellos –continuó Juan, sin tener en cuenta la corrección que le hiciera.

–¡Que todos son iguales! ¡Que debieran desaparecer! ¡Que la política es para los que no sirven! En fin… ¡para qué seguir enumerando!

 Fijáte, la gente dice que todo lo malo que pasa es por culpa de los políticos. ¿Crees que a mí no me duele escuchar esas cosas? ¿Crees que no me da vergüenza decir que sos político?

 ¡Basta, papá! ¡Dejá eso!

–Escuchame, Juan…

–¡No, papá! ¡No! Te ruego que primero me escuchés vos a mí. Claro que sé muy bien quién sos vos, y por eso es que no entiendo cómo podés estar metido en una cosa tan SUCIA.

–¡Cuidado! No te expreses así, hijo! –lo amonestó Parada con firmeza –Sucias son las acciones de algunos hombres, ¡pero no la política! ¿Acaso podrías aceptar que el cielo es sucio porque le tiramos hollín?

–¡Ah, no sé! ¡No sé! Yo lo único que sé, es lo que dice la gente. Fijáte, ayer nomás, sin ir más lejos, ¿sabés lo que gritaba una mujer porque un taxista la salpicó con barro?

– ¡Malditos políticos! ¿Te das cuenta? Entonces, yo te pregunto, ¿para qué sirve la política, papá? ¿No éramos más felices cuando te dedicabas a la farmacia?

Y ya con los ojos húmedos y la voz quebrada, volvió a repetir:

–Papá, ¿para qué sirve la política? ¿PARA QUÉ SIRVE…?

–¿Has terminado? –dijo el padre con el ceño firme– Entonces me toca hablar a mí. Lamentablemente, debo reconocer que muchas de las cosas que dice la gente son ciertas. Pero debo señalar que muchas de esas malas cosas pasan por culpa de esa misma gente.

¡Sí! ¡Tal como lo oyes! No te olvides que siempre les he enseñado que el que deja hacer o deja pasar por alto las malas acciones es tan culpable como el que las ejecuta.

¿O por qué crees que la maleza invade los jardines? No lo dudes: porque los jardineros indolentes la dejan crecer.

–¡Pero, por favor, papá! ¡No te vayas del tema! Estamos hablando de otra cosa…

–Te equivocas, hijo. ¿Ves? ¡Ahí está el problema! ¡Estamos hablando de lo mismo! Y no creas que no me hago cargo de tu sufrimiento. Yo, también como vos, cierto día le hice el mismo planteo a tu abuelo. ¿Y sabés qué me contestó? Escuchá:

Hace muchos, pero muchos años, cuando los gorriones todavía no volaban en bandadas, hubo uno que, cansado de transitar solo por las rutas del cielo, decidió hacerlo en compañía.

Al principio todo parecía ir muy bien. Marchaban juntos sin olvidarse de la palabra yo, pero aprendieron también el valor de la palabra nosotros y el super secreto de la palabra servicio. ¡Era una delicia verlos desplazarse hermandados! ¡En paz!

Es cierto que por aquellas épocas todos, todos los gorriones ponían especial cuidado en la elección de sus conductores. A nadie se le ocurría claudicar. Sabían que no podían despreocuparse de tan importante responsabilidad. Pero un día las cosas se complicaron: empezaron las improlijidades, los descuidos y las torpezas: se perdían por los caminos, se extraviaban, volaban a la deriva.

Empezaron las guerras. Fue creciendo la lucha por el manejo del poder entre los incapaces. Se introdujeron en ese oficio malvivientes. Y LA TAREA DE CONDUCTOR FUE PERDIENDO PRESTIGIO.

Cada día era mayor el número de gorriones que se alejaban de tan noble actividad. Los capaces y honestos decían que eso no era para ellos.

Así, llegaron a morir de hambre y de sed millones y millones y millones de seres.

Así, dejaron que se cerraran las escuelas del cielo. ¡Cuánta tristeza producía ver tantos gorriones analfabetos! Así también , el número de malos dirigentes crecía, crecía, crecía…

Hasta que cierta tarde, un anciano y venerable maestro gorrión decidió que era hora de hacer algo y lo hizo:

Llamó a un poeta y a un jazmín y les pidió ayuda. Entre los tres convocaron a todos los gorriones niños del mundo para analizar con ellos la causa de tantos males.

Se reunieron en la nube mayor del Océano Atlántico Sur y tardaron nada más que tres minutos en ponerse de acuerdo para firmar el Acta de Gran Compromiso.

El texto tenía un único y breve artículo:

Nos comprometemos

por los siglos de los siglos

elegir con responsabilidad

a  nuestros  conductores

Y lo cumplieron. Vaya que supieron cumplirlo. Tanto es así que desde entonces el pueblo de los gorriones vuela feliz.”

–¿Qué opinás? –le preguntó Parada a su hijo.

El muchacho no habló. Miró al padre como quizás nunca antes lo había mirado. Al fin después de un sonoro silencio, dijo:

–Creo que necesitaré algún tiempo para acostumbrarme a abrazar con orgullo la palabra servicio.

En ese instante una nube sonrió, un plumón celeste aplaudió, el sol iluminó la noche, y miles y miles de gorriones saludaron a un Ángel.

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