Desvaríos con silueta de culebra
Por Roberto Espinosa
El compositor mexicano.
Una tragedia en forma de rábano avanza con recelo por el teclado. Un racimo de disonancias ejercita su haraganería. Desguarnece preocupaciones. Desencadena graves nubarrones. Ahora, una víbora practica gestos al ritmo de nerviosos tambores. Miedo y misterio reptan por el claroscuro, ondulando presagios en el aire. La danza amedrenta a pájaros y árboles. Los sones cesan bruscamente ante la hipnosis de la muerte. El “Canto para matar a una culebra”, de Nicolás Guillén, ha impregnado una partitura con sus versos. “Sensemayá” desbroza un camino en la música latinoamericana. El tequila tiene motivos para estar de fiesta.
En ese horizonte minero de Santiago Papasquiaro, estado de Durango, la vida se sorprende con un nuevo chamaquito el 31 de diciembre de 1899. “Ilumina mi infancia un viaje por la sierra amarrado a una mula, durmiendo el sueño bajo tiendas de campaña y sobre el suelo, recogiendo frutas en la madrugada, oyendo los lobos de la noche. Desde entonces me quedó un aromático y tendido amor por los pinos, las montañas y los horizontes. Luego me enamoré del mar para siempre. Mis primeros amores fueron el cielo, el agua y la montaña. Después vino la música… más tarde la música por dentro”, dice.
Su madre siembra minas, leyendas y secretos en sus latidos. Quiere tener un hijo artista, alguien que “pudiera expresar todo lo que ella admiraba y amaba de la naturaleza y de la vida. A ello se debió que tal vez que yo naciera con una malhadada afición por la música y por la pereza. De niño (¿también de hombre?) me gustaba dar tamborazos en una tina de baño y soñar cuentos e imitaba con la voz diversos instrumentos, improvisando orquestas y canciones”.
Santos y bandidos
A los 6 años, Silvestre padece “dolorosamente” el solfeo, quiere ser misionero en remotos lugares, predicador y músico. “Me gustaban las vidas de los santos y de los bandidos”, evoca. Su padre, humilde poeta, le pone el violín entre las manos. “Era un comerciante que amaba el arte y la poesía. A él le debo lo mejor de mi vida interior. Cuando debuté en Guadalajara, compró todos los periódicos. Como tenía el vago temor de que la música no me diera para comer, me hizo estudiar teneduría de libros, taquigrafía, aritmética y ciencias ocultas sin ningún resultado”, dice, mientras sueña con su danza geométrica. El sueño de una madre se cristaliza en sus hijos: Fermín es pintor, Rosaura, actriz; José, escritor, y Silvestre, músico.
Estudia en la capital mexicana con Rocabruna y Rafael Tello y en Chicago (EE.UU.) perfecciona su violín con Sametini y Borowski. Da conciertos como solista. 1928, Carlos Chávez lo hace nombrar subdirector de la Sinfónica de México. Dos años después, sus obras comienzan a alborotar el mundo. “Esquinas”, “Alcancías”, “Dúo para pato y canario”, “El renacuajo pensador”, cuartetos, canciones sobre versos de Guillén y García Lorca, “Sensemayá”, música para películas: “Música para charlar”, “Redes”, “Cuauhnáhuac”, “Música de feria”, “La coronela”, “Bajo el signo de la muerte”. Humor y raigambre nacional conquistan sus partituras.
“He tenido muchos maestros; los mejores no tenían títulos y sabían más que los otros. Ahora después de muchos años, sigo estudiando y teniendo maestros, escribo música, sueño con hermosos países y a veces doy tamborazos en tinas de baño”, memora. Amores en conflicto. El alcohol no es un buen consejero; el exceso alerta la locura. Apenas ocho lustros calza Silvestre Revueltas cuando aquel 5 de octubre de 1940, la noche de los mayas lo arropa y su vida se escapa muda por la ventana mexicana de un hospicio.