¡Entrecuentos!!

¡Bienvenidos…!
¡Hola, chicos! Hoy empezamos con una nueva historia: Papá ¿Para qué sirve la política?

La decisión de Juan

No puedo seguir así ni día más! – exclama Juan mientras camina cabizbajo entre las hojas amarillas desprendidas por el viento la noche anterior.
Continuar con esta situación me es intolerable! – afirma el jovencito sin prestarle atención a las gotas de lluvia que se le deslizan desde los cabellos hasta los pies. La cara de Juan delata su disgusto. Marca su tristeza. Una anciana nube lo observa con ternura. El cielo gris parece acompañarlo.
¡Cuántas humillaciones! ¡Cuánto dolor! – repite.

¿Acaso no vivíamos en paz antes de empezar con todo esto…?
¿Es posible permanecer indiferente frente a todo lo que dice la gente por la tele, en la calle, en los colectivos…?
Yo, sinceramente no puedo más. Me resulta IN-SOPORTABLE, exclama para sí Juan-
El caso es que con su tremenda angustia a cuesta, sin permitirse ningún otro pensamiento, el niño continúa su marcha. Sin olvidar que hasta no hace mucho tiempo él, siempre transitó ese camino sin preocupaciones. En paz.
A veces lo hacía cantando
LA VACA LECHERA:
Tengo una vaca lechera
No es una
vaca cualquiera.
Me da leche merengada
¡ Hay que vaca tan salada
¡Tolón, tolón!
¡Tolón, tolón!
En otras ocasiones le daba con todo a doña Catalina:
Estaba Catalinita
sentada bajo un laurel,
con los pies en la frescura
viendo las aguas correr.

Algunas mañanas le tocaba el turno a Mambrú o a La mar estaba serena, o a La pájara pinta, entre muchas otras.
Es que Juan, gracias a su madre y a su abuela, era dueño de un amplio repertorio de esas canciones que los grandes llaman tradicionales.
Y cuando no cantaba se dedicaba a conversar con cuanto animal encontraba en su camino.
Uno de ellos era un gato astronauta llegado del planeta Gatux. Los dos se entendían muy bien
Pero, ¡Oh sorpresa! Tuvo unos días en el que se le dio por interrogarlo a don Sol.
¿Y qué le preguntaba…?
Le preguntaba sobre cuántos rayos tenía, si sabía jugar al fútbol, sobre la edad de la Luna, si tenía novia, si le gustaba la humita, si cómo festejaba su cumpleaños, si conocía lo que era el frío. Un día lo escuché que le decía:
– Mire señor Sol, si me cuenta adónde se van las olas cuando mueren yo le prometo enseñarle unos destrabalenguas tan pero tan complicados que ni los consentidos helechos, ni los vanidosos trigales, podrían competir con usted en velocidad, en claridad.
A lo que don Sol le respondió:
A ver… eso sí me interesa Qué te parece si empezamos ahora. Pero eso sí, empecemos por los más fáciles. ¿Te parece?
-Me parece -respondió Juan y sin más ni más se lo oyó decir:
– En un juncal de Junquera,
juncos juntaba Julián,
juntóse Juan a juntarlos
juntos juncos juntarán.
¿Y saben una cosa? No sólo lo dijo sin equivocarse sino que lo repetía sin cesar.
Pocos días después Don Sol y Juan recitaban este otro:
Esta era una gallina
pinta pipiripinta,
gorda pipirigorda,
piripintiva, y sorda.
Tenia diez pollitos
pintos pipiripintos,
gordos pipirigordos
piripintivos y sordos.
Si la gallina
no hubiese sido
pinta pipiripinta
gorda pipirigorda
piripintiva y sorda,
los pollitos
no hubiesen sido
pintos pipiripintos
, gordopipirigordos
piripintivos y sordos
Pues bien, lo que les quiero contar es que Juan siempre estaba de buen humor.
Desechaba la tristeza. No aceptaba los desganos. Los problemas en su casa siempre se solucionaban con imaginación y buen ánimo.
Él había aprendido muy bien, todo eso. Lo había aprendido y lo había practicado hasta que su padre empezó con lo suyo.
¿Lo suyo?
¿A qué refieres?
A una decisión tomada por su padre, la que lo había golpeado tanto, pero tanto, tanto, que ya ni siquiera salir a jugar a la pelota con sus amigos le interesaba y pasaba sus días pesaroso y dubitativo diciéndose:
Está bien, no discuto que los chicos tenemos que hacerles caso a los mayores, pero… también ellos nos deben escuchar a nosotros ¿O no es así?
En otras ocasiones se preguntaba:
Pero yo, debo hablarle realmente ¡No sé qué hacer! Tal vez necesite ir al médico. O al psicólogo. ¡Hay Dios mío! ¡Qué lío…!
Y a papá se lo ve tan contento con lo que hace. ¡Acaso se equivoca Antoine de Saint-Exupery -el autor de El Principito- cuando dice que los niños debemos tener mucha tolerancia con los adultos.

Por cierto que Juan sabía que hay padres y padres. Que hay algunos que sólo se ocupan de comprarles la ropa, cambiar el auto, viajar al Caribe o pagar las cuotas del club. Otros a los que lo único que les preocupa es ser poderosos. Pero también sabía que están esos que dan la vida por sus hijos. Papá es uno de esos –pensó el niño– y un brillo con sabor a chocolate se le instaló en las mejillas. Pero debemos decir que no sólo lo estimuló el sentir que su padre lo quería “hasta el cielo”, también el recuerdo de sus amigos lo animó.
Juan tenía buenos, pero muy buenos amigos…
¡ Ay! ¡Pero qué casualidad! Precisamente ahí viene uno de ellos, Don Gepetto. ¡Sí! ¡Nada más ni nada menos que Don Gepetto el padre de Pinocho!
¿Lo conocen…?
Juan lo respeta mucho. Cada vez que lo encuentra recuerda con emoción aquel día en el que el noble anciano sin dudar un instante salió presuroso a vender la única prenda de abrigo que tenía mientras la nieve helaba las `pestañas de la tarde, mientras las calles dormían congeladas, mientras los jardines y los techos de las casas añoraban los días de sol. ¿Y todo para qué? Para que su hijo pudiese ir a la escuela
De todos los sucesos narrados en Las Aventuras de Pinocho el que más le gusta a Juan era ese ¡Lo ha leído tantas veces que lo sabía de memoria!

Para ir a la escuela todavía me falta lo mejor y más importante –señaló el muñeco.
–¿Y eso qué es?
–No tengo cartilla.
–Tienes razón, pero yo sé cómo conseguir una.
–Es muy fácil. Sólo tenemos que ir a la librería y comprarla.
– ¿Y el dinero?
–Yo no tengo nada.
–Pues yo tampoco –agregó muy triste el pobre anciano.
Y Pinocho, pese a ser un niño alegre, también se puso triste porque todo el mundo, hasta los niños, comprenden la pobreza verdadera.
–Bueno, ¡paciencia! –exclamó Gepetto al tiempo que se ponía de pie y, cubriéndose con su viejo abrigo de pana, salió corriendo de la casa.
No tardó en regresar trayendo en la mano una cartilla para Pinocho, aunque sin abrigo. El pobre estaba en mangas de camisa y afuera nevaba.
– ¿Y el abrigo, papá?
–Lo vendí.
– ¿Por qué lo vendiste?
–Porque tenía demasiado calor.
Pinocho comprendió esta respuesta al instante y sin poder contener el impulso de su buen corazón se incorporó de un salto, rodeó con sus brazos el cuello de Gepetto y lo besó una y otra vez.
Fiel a su costumbre, el niño no dejaba de asociar lo que le ocurría a él con sus lecturas preferidas. Es que Juan amaba los libros.
Solo los chicos que han pasado horas enteras con los ojos ardientes, el cuello inclinado y los cabellos revueltos en amistad con los libros pueden entender la pasión de Juan. No en vano, los libros se contaban entre sus mejores amigos. En consecuencia conversó con ellos sobre lo que le estaba pasando y todos le aconsejaron lo mismo: -HABLAR.
– ¿Qué estás esperando Juan, para decirle a tu padre lo que te pasa? ¡Dale! ¡Hablá! ¡Hablá! – le decían.
Con avances y retrocesos pasaba el tiempo. Tantas idas y vueltas empezaron a restarle brillo a sus ojos.
Juan no sabía que la peor decisión es la indecisión. No sabía que permanecer sin palabras es alimentar la oscuridad de la noche. No sabía que el decir ¡ay! cuando el dolor aprieta es abrirle paso a los que nos pueden ayudar.
Lo cierto es que le llevó tiempo superar tantas dudas. ¡Vaya si le costó! Por fin el jueves pasado -¡bendito jueves- empezó a encontrar el camino.
Bueno- quiero creer que mis amigos algo saben sobre las cosas de la vida, los escucharé. – reflexionó- Pero cuando la decisión parecía estar madura volvían nuevamente algunos de los mensajes que le daban vuelta. En primer lugar llegaba la voz de su abuela diciendo:
En boca cerrada no entran moscas.
Luego la de su tía Martha afirmando:
El que calla, otorga.
Después la de Fito, el diariero amigo gritando:
Más vale una palabra a tiempo que mil a destiempo
Y… como te imaginarás tales argumentos producían descalabros. Aunque esa mañana, la situación parecía haber llegado a su límite. No daba para más. El corazón de Juan palpitaba aceleradamente harto de anidar tristezas.
Los oídos de Juan se le habían cerrado agobiados por tantas descalificaciones y su cabeza era un mar convulsionado. Un mar encrespado. Indudablemente, había llegado el momento de tomar al toro por las astas. Y así fue.
Con la serenidad que proporciona la toma de decisiones Juan agilizó sus pasos.
Levantó la cabeza. Abrió grande sus ojos. Miró hacia lo alto y se encontró con un barrilete entrampado en las ramas de un gomero. Lamentablemente, hoy él no lo podía auxiliar. Ya algún gorrión hábil en esas lides lo haría. Siempre ha sido así.
La lluvia a su vez había decidido marcharse. Con sonrisa juguetona se despedía de los techos amigos, a la vez que le brindaba a su estómago suaves palmeaditas para tranquilizarlo. Era su modo de tranquilizarlo al hambre
De pronto Juan también registró que tenía apetito. Sintió que necesitaba reponer energías. Un exquisito olor a pizza lo terminó de convencer Sin vacilar con total decisión se encaminó a su pizzería preferida. En la puerta de vidrio del establecimiento cordialmente lo saludó el nombre invertido de la casa.
Generalmente se detenía a jugar sobre la escritura invertida pero esta vez la reacción fue diferente. Encontró que no había ni derecho ni revés en el texto y que sólo existía un real mensaje.
Como cliente y amigo de la casa avanzó hacia su mesa preferida. Ubicado, empezó por secar sus cabellos, su cara, su ropa. En eso estaba cuando se le acercó el mozo.

- Hola Juan ¿Cómo estás?
- .Bien, gracias. ¿Y vos?
- Ahí andamos. Este país no tiene vuelta. El vivo vive del tonto y el tonto de su trabajo ¿No te parece? Y bueno qué se le va hacer si nosotros los elegimos.. ¿Qué te sirvo?
–Lo de siempre, dos porciónes de pizza especial con mucho queso y pocas aceitunas – contestó
–¿Y para beber ?
–Agua. Sólo agua – dijo Juan un tanto apocado – El precio del cospel había aumentado. Si no cuidaba el dinero tendría que regresar caminando desde la Legislatura hasta su casa y le dolían los pies.
Afuera el viento se había calmado y jugaba con los lapachos. Las veredas de San Miguel de Tucumán se engalanaban con flores rosadas y los azahares incesantemente le preguntaban a los gorriones
–¿A la política se dedican quienes no sirven para otra cosa?
Juan no escuchó la respuesta.
Hasta el próximo domingo.
Honoria Zelaya de Nader


