Una violencia que estimula la desunión
Por Roberto Espinosa
En la calle. Los hogares. Las escuelas. Las comisarías. La televisión. Las redes sociales. También en los dormitorios. Entre las sábanas. En las palabras. Los ademanes. Prima de la intolerancia. La insatisfacción. El malestar. El miedo. Amparada en el poder. La cobardía. La soberbia. La débil autosuficiencia. Se atrae a sí misma. A veces con efecto retardado. En ocasiones, saliéndose de sus cabales. Con destino impredecible. Aunque siempre existió porque está en la esencia del ser humano, en los últimos lustros, la violencia ha saltado la tapia y se ha viralizado en casi todos los rincones de la sociedad.
La falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias se llama intolerancia, mientras que la acción de utilizar la fuerza y la intimidación para conseguir algo, se define como violencia. Inducir a alguien a hacer algo es instigar. En los últimos tiempos estamos asistiendo a episodios de intolerancia social que son, en una buena medida, estimulados por las políticas de confrontación que ejercen los gobernantes contra amplios sectores que no comparten su pensamiento.
El insulto, la descalificación, el maltrato, el desprecio, son vehículos que tienden a profundizar esa grieta que contribuye a dividir a los pueblos, azuzando los sentimientos más bajos, perversos, contra aquellos que tienen una ideología diferente o que integran un espacio político opuesto, y que llevado a un extremo se tornan en algún momento irreconciliables.
En el terreno político, cuando hay una incapacidad para discutir ideas, se recurre a la descalificación personal, se invade la vida privada. Durante sus campañas electorales, Donald Trump arremetió contra su adversaria en el camino por la presidencia de su país: “Si Hillary no puede satisfacer a su esposo, ¿cómo pretende satisfacer a Estados Unidos?”, aludiendo al romance que tuvo su marido Bill Clinton con la pasante Mónica Lewinsky cuando este era el jefe de la primera potencia mundial. “De 6.000 acosos sexuales no reportados en las fuerzas armadas, sólo 238 han sido sancionados. ¿Qué otra cosa esperaban si mezclaron a los hombres con las mujeres, genios?”, afirmó, admitiendo de algún modo que el acoso sexual era previsible en el ejército. El magnate estadounidense tuvo expresiones misóginas, por ejemplo, al acusar a una periodista de atacarlo personalmente “por culpa de su menstruación”. A los extranjeros que ingresan ilegalmente a Estados Unidos los acusó de “asesinos, traficantes de drogas y terroristas”. En marzo pasado, Trump amenazó con que el país iba a convertirse en “un baño de sangre” si no era reelecto en noviembre.
Desde el Olimpo
Hay alumnos que aspiran a superar a sus admirados maestros en el ranking de la agresividad y el agravio, y desde su circunstancial Olimpo arrojan mandobles a diestra y siniestra contra aquellos a quienes ha colocado en el rol de enemigos. Así calificó al papa Francisco de representante del diablo en la tierra, y a su actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, de montonera y de poner bombas en los jardines de infantes en la década del 70. Para Javier Milei, el Congreso de la Nación que él mismo integró hasta diciembre pasado, es un “nido de ratas” y sus miembros una “casta putrefacta”, “degenerados fiscales”, “manga de delincuentes”; “los de la izquierda son basura, minusválidos, enfermos mentales”; a su socio político Mauricio Macri lo trató de “pelotudo”; a los periodistas que lo critican de “ensobrados”; a su maestra de “embustera, mentirosa y farsante robacámara…” Lo llamativo es que los destinatarios no han reaccionado ante estas afrentas o lo han justificado diciendo: “él es así”.
La injuria y la extorsión verbales son dos de sus herramientas de gobierno. Las acusaciones de corrupción, sin el debido respaldo de las pruebas, blandiendo sospechas generalizadas, crean en una buena parte de la ciudadanía la idea de que los integrantes de las instituciones del Estado son todos delincuentes. Lo curioso es que los seguidores presidenciales aceptan estas acusaciones como si fuera “la palabra de Dios”, incapaces de dudar mínimamente de ellas ante la ausencia de pruebas concretas. Se repite una mentira hasta que esta se convierta en verdad, como sostenía el nazi Joseph Goebbels (“miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”).
Incertidumbre peligrosa
Lo grave es que tras la palabra corrupción, todo se pone en duda, al generalizar se crea una incertidumbre peligrosa. No es otra cosa que la inversión de la prueba. Es decir que el acusado debe demostrar que no es corrupto, cuando es el acusador quien tiene que presentar las pruebas para que el otro se defienda. Se ha instalado la sensación real de que ya no existen los principios básicos de la convivencia, la ética está de exilio, pareciera que todo está permitido. La sociedad está cada vez más enfrentada y enferma.
Lejos de buscar la unión entre los ciudadanos para enfrentar los problemas, encontrar soluciones y avanzar hacia una sociedad más justa y humanitaria, se busca ahondar la grieta. Hay gobernantes que han llegado al poder blandiendo un discurso que exacerba ese enano fascista que se esconde en el ser humano y que se despabila cuando se lo hostiga con vehemencia; lo peor es que lo siguen usando para gobernar con consecuencias previsibles.
El racismo, la discriminación, la animadversión en sus distintas facetas, el aborrecimiento a los marginados socialmente, a los más débiles, salen a la luz. El proverbio “divide y reinarás” sigue vigente a través de los siglos en la humanidad, incluyendo la Argentina. “Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados”, afirmaba el escritor y periodista Mark Twain.
El macho súper poderoso, el Rambo, siempre cosecha adeptos. Acá tenemos un Terminator criollo, cuya osadía y atrevimiento pareciera ser ilimitada: insulta hasta el mismo Papa o a presidentes de países hermanos de un pensamiento diferente al de él y es aplaudido por sus seguidores.
Se suele decir que el poder no cambia a las personas, solo revela quienes verdaderamente son. El autoritarismo se apoya en una suerte de patota de un líder que siempre tendrá pies de barro. Este se sostiene por el apoyo de sus adláteres, si estos le retiraran su confianza, se caería. Gobernar sobre la base de la amenaza, el chantaje o el miedo, tal vez funcione en un primer momento, pero luego se verán las patas cortas de lo que se oculta tras un discurso pretendidamente moralizante. Es abrumador el deterioro de la calidad de vida de los trabajadores, de los jubilados, principalmente, así como la debacle de las instituciones de la salud, la educación, la ciencia, la cultura… Los números se han vuelto más importantes que la vida de las personas, no interesa el sufrimiento que ocasionan los recortes presupuestarios indiscriminados, el fin justifica los medios.
Exorcizar prejuicios
Hay individuos que poseen la capacidad de sacar en los otros lo peor de sí mismos, exorcizando sus prejuicios dormidos o tapados culturalmente, como el racismo, la segregación, el odio. La violencia verbal anima a despertar esas miserias humanas, a estimular la confrontación, que conduce a dividir aún más la sociedad. Los populismos de izquierda o de derecha contribuyen a regar la fórmula de amigo-enemigo. ¿Con la grieta en acción se puede trabajar tras objetivos comunes? ¿Se puede proyectar el futuro de un país que contenga a todos sus habitantes, no a una parte de grieta?
El fundamentalismo, el pensamiento único, la visión sesgada de la realidad, se sitúan en las antípodas del diálogo, de la democracia, buscan polarizar a la sociedad y atentan contra la pluralidad de ideas. Hace ya unos lustros, se ha puesto de moda hablar del diálogo, entendido como la importancia de escuchar al otro y de aceptar su opinión, sin imponer la propia. Hablamos de una sociedad incomunicada, de la falta de diálogo en el hogar, en las escuelas, en los matrimonios, entre docentes y alumnos, entre quienes nos gobiernan… Muchas veces la ausencia de diálogo desemboca en la intolerancia, en la violencia… ¿Por qué cuesta tanto dialogar? Si se acepta que el otro tiene razón, ¿implica una vergüenza, un menoscabo, sentirse inferior? ¿Querer tener siempre la razón es sinónimo de poder, de inteligencia, o de soberbia? ¿Es propio de una sociedad autoritaria? ¿Es un problema cultural? ¿Es una estrategia para mantenerse en el poder? Los dirigentes de una nación no han nacido en un repollo, son el reflejo de la misma sociedad.
¿Los mercados conforman la inteligencia artificial que nos gobierna? ¿Ellos deciden el destino de las naciones? ¿La desunión y el odio de donde provenga, cotizan en bolsa? ¿Puede progresar un pueblo partido en dos? ¿Puede una sociedad evolucionar hacia un mayor humanismo apelando a la violencia, a la intolerancia, al enfrentamiento ciego y sin tregua? ¿Hacia dónde vamos? ¿Seremos capaces de convertir la rabia en fraternidad, en amor? La paz y la esperanza no son dones celestiales, se construyen colectivamente a diario. En abrazos de luz se agita el destino de un pueblo sufrido, de un pueblo aguerrido. Sólo el alba puede derrotar la nocturnidad.