Literatura: «A pesar de todo»
La Peste en narradores tucumanos
Por Teresita Granillo Valdés

“Parecía que la peste se había instalado confortablemente en su paroxismo y que aportaba a sus crímenes cotidianos, la precisión y la regularidad de un buen funcionario.” (1)
Tales eran los pensamientos de María Rosa, la joven doctora, que continuaban atormentando su mente mientras estacionaba el viejo Peugeot de su padre, frente al hospital.
Sentía una gran impotencia frente al padecimiento, sin culpa, de sus pequeños pacientes.
Día a día, los cuerpecitos agotados dejaban de respirar, día a día el monstruoso virus tomaba el sacrificio de sangre de las inocentes víctimas.
Rápidamente bajó del coche y casi corrió hacia la entrada de los médicos. Todavía se sentía extraña al cruzar el umbral. No hacía un mes aún que había terminado su residencia en aquel prestigioso Hospital de Niños de Buenos Aires.
La marea incontenible de la pandemia que azotaba al mundo, la había alcanzado en su provincia natal, hacía apenas dos semanas.
Cuando llegó a la sala de los infectados, respiró profundamente y tomó una actitud de profesional competencia.
Fue casi al mediodía que la calma del hospital fue sacudida por gritos desesperados.
Una mujer desaliñada, enloquecida, con una niña pequeña en brazos, irrumpió con violencia en la sala.
-Por favor AYUDA¡¡¡¡ Vuela en fiebre¡¡¡¡¡Convulsiona¡¡¡¡ AYUDA¡¡¡¡¡
Se dirigió a la doctora y dejó la niña en sus brazos.
Esta la tomó instintivamente, la colocó suavemente sobre una camilla y comenzó a auscultarla y tomarle la fiebre.
Efectivamente, tenía más de cuarenta grados de fiebre y su rostro parecía una máscara de cera, inexpresiva, casi muerta.
Las enfermeras corrieron en su auxilio y la doctora dio las indicaciones de un protocolo escrito a las apuradas ante el mal desconocido recién llegado.
Instalaron a la niña en la sala de los infectados.
La madre se resistió a dejarla allí sola, lejos de su mirada angustiada.
Ella también debía aislarse y sufrir todas las pruebas previstas para descubrir si era o no otra víctima de la pandemia.
El relato del contagio de la pequeña era breve.
Su padre, camionero, había realizado un último viaje a Buenos Aires. Al regresar, visitó fugazmente a su hijita, casi a escondidas, porque una mala separación de su esposa, le impedía verla por más tiempo.
Dos días después había caído fulminado por la peste y aislado en el hospital de infectados,
Pero el mal estaba hecho. La pequeña había contraído el virus.
Cuando los síntomas se hicieron evidentes, la madre, desesperada, la había llevado al hospital.
Voluntaria víctima de todas las pruebas y exámenes la mujer, por esos raros y excepcionales caprichos del virus, no estaba contagiada.
De todas maneras, no podía acercarse a la niña cuyo aislamiento era absoluto.
María Rosa, poco a poco, fue aficionándose a la nueva enfermita.
Era tan frágil y delicada como una muñeca de pasta, de esas con las que amaba jugar cuando era niña.
Su carita morena, ahora pálida y macilenta, su pequeña talla, pequeña aún para sus apenas cinco años, el pelo oscuro y revuelto como esas plantitas achaparradas del campo, todo la conmovía.
Pasaba largos momentos, después de su trabajo, a la cabecera de la niñita que luchaba con la muerte. Quería infundirle, de alguna manera, su fuerza y su coraje. Le hablaba de su propia infancia, de sus hermanos, de los juegos inventados, de la religiosidad de su madre y musitaba, en voz baja, las oraciones que había aprendido hacía ya largo tiempo.
Desfilaron así días decisivos.
Poco a poco la fiebre disminuyó y los peligrosos síntomas desaparecieron.
Los ojos oscuros de la pequeña brillaron nuevamente y una renacida necesidad de vida pareció movilizar el cuerpito maltrecho.
Pasado el peligro del contagio, la madre volvió a su lado.
El aislamiento había terminado felizmente, y todo se encaminaba a una feliz convalecencia.
La doctora no dejaba de visitarla, de pasar largos ratos al lado de su cama.
La enfermita la esperaba impaciente y premiaba su presencia con una sonrisa agradecida.
Un día María Rosa llegó con una bolsa de papel y se la entregó a la niña. Cuando esta la abrió apareció un oso de peluche color castaño, con ojos de vidrio.
La doctora se lo presentó: -Este es Pipo, ha sido un fiel compañero de mi infancia.
Una sonrisa de alegría y ternura iluminó el rostro de la nena que abrazó tiernamente al osito.
El tiempo escapa. No se detiene.
Llegó el momento de la despedida.
La terrible experiencia de la enfermedad, el peligro de muerte, los cuidados, las noches azarosas, habían llegado a su fin.
La doctora acompañó a la madre y a la hija hasta la puerta del hospital y se dijeron adiós.
Al final de la breve escalinata que conducía a la entrada, las esperaba el padre de la niña.
Su aspecto era el del convaleciente que acaba de dejar atrás los estragos de la enfermedad, enflaquecido, pálido aún, pero con la decisión pintada en el rostro ojeroso.
Cuando madre e hija llegaron a su lado, tomó a la niña en sus brazos y miró suplicante a la mujer.
Una sonrisa y una lágrima fue la repuesta al mudo reclamo.
Después, con la niña en medio, cogiendo la mano de cada uno de sus padres, juntos se alejaron por la vereda soleada.
María Rosa contempló en silencio la escena.
Cuando volvió a sus tareas una nueva esperanza crecía en el fondo de su alma y una fé inmensa la llenaba de gozo a pesar de todo.-
Agosto 2020.