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Literarias: «Réquiem para un desconsuelo»

Por  *Rodolfo Martín Campero

Mucho tiempo estuve acostándome tarde. Casi que no dormía. Me generaba temor el sueño, abrumado por la creencia de que en cuanto cerrase los ojos moriría. Para la generalidad esa idea era absurda, que estaba fuera de lugar que mi cuerpo solitario acompañara en las penumbras vespertinas el camino silencioso de su muerte.  Esa muerte que marcó ese sobresaltado e invencible hito trágico de nuestra historia común.

Hasta unos meses antes creí que convivía con una pasión tan gozosa y razonable que todo el tiempo me figuraba en la estación de una eterna juventud, envuelto en la idea de vivir una especie de mito solar, en una perpetua esperanza que solo ella sabía mantener habilitada con las llaves apropiadas. Yo la amaba en un sentido mucho mayor y distinto al que usualmente se otorga al verbo amar, y no existe modo alguno de que yo pueda referir aquel misterio. Todo en mí estaba subordinado a ese mundo. Mis posibilidades humanas parecían desplegarse por las puertas del goce y la felicidad y multiplicarse hasta alcanzar su máxima realización. Con ella a mi lado veía paisajes con más variedades de todas las que existen o las que uno se pueda imaginar. El pan sabía mejor y la música prolongaba las melodías. El color insospechado de las cosas bellas centuplicaba sus matices. 

El sol estaba en el cenit pero, como lo preveía desde tiempo atrás, aquel otoño aconteció la desgracia. Mientras ella desfallecía lentamente, un día sentí que apretaba sus manos contra mi pecho hasta que vislumbré su llanto. Cierta parte secreta íntima, estupefacta, recibía la sorpresa de su muerte un mediodía. El ciclo se había agotado. Y fluyendo libre y ligera como un soplo saltó hacia la luz, muy lejos de este mundo. Todos lloramos hasta consumirnos. Pude sentir lo mucho que también moría en mí en ese momento; es más, creo haber murmurado que desaparecía una parte insustituible de mí mismo.

 Vecinos y amigos, que conocían de su precipitado cansancio, sin que faltara una sola oración se habían arremolinado en torno al sufrimiento que se despedía. No me resignaba a aceptarlo, ni a quedar bajo las sombras de un pasado muerto.

No tratándose de un hecho ajeno que ocurre a ciertas personas que quedan fuera del amparo que otorga el vivir, lo probable pasó en un tris a ser certeza, dejándome la sensación de vacío, de ingreso a lo desconocido, e impregnado de un sentimiento de pesar, sufrimiento y confusión. Un abismo de terror me confundía el entendimiento. Y aunque nadie está fuera de la posibilidad de sufrir igual proceso, el tiempo se había agotado al partir ella al infinito. Yo no comprendía qué estaba pasando ni qué sería de mí; o qué haría conmigo el accionar complejo de la mente. En una de esas, solo quedarían despojos moribundos del inconsciente. O, qué dudar, que el cuadro desolador, sin razón de una enfermedad próxima, pronto me extinguiría.

Desde entonces, los días comenzaban sus mañanas sin verde ni otro color, sin hojas, sin flores ni pájaros; todo era un eterno, largo y gris otoño. Me lastimaba que la mortaja temprana me la haya quitado, que la haya arrasado, y que cada noche se convirtiera en una bestia rapaz que no dejaba de amenazarme. Que me hiriera tanto su recuerdo al extrañarla; que me punzara el aire que respiraba y que dentro de mi pecho ese mismo aire me restregara el alma.

Me abordaron, entonces, los ineficaces ocios de una convalecencia desconsolada. Sin embargo, ninguna de aquellas conjeturas luctuosas llegó nunca a parte alguna. Ni a que yo muriera ni a que se forjara explicación alguna a tanta pasión y soledad; tampoco brindaron destino a esperanza alguna. Mi sendero resultaba ser enteramente cotidiano, como el lento tránsito de una plegaria escondida o una inexplicable sensación de abandono. Mientras, yo me transformaba en un hombre vacío, enigmático, ausente, en una de esas figuras simbólicas que dejan de pertenecer a la obra de la vida.

En las medianoches que fueron sucediéndose el rescoldo estridente de las oraciones fúnebres me condenaba a un pesar eterno, a que no supiera dónde me encontraba ni quién yo era. A veces caía en el error de que bastaría un sueño profundo para que, al día siguiente, cediera la tensión de mi espíritu, pero no fue así. Con el infortunio, la emoción viva de sus maneras florecidas quedaba como un encanto lejano. Comparada con el de hoy era demasiado grande: un infinito de eternos y tristes pensamientos.

No obstante, con gran esfuerzo, intentaba sobrevivir en mi habitación bajo las aletargadas sombras de las persianas cerradas. Ni despierto ni dormido me acurrucaba en la cama o caminaba en círculos, lentamente, evitando a duras penas que ese pesar, semejante a un plomo que se hundía cada vez más en la inmensidad del océano, me arrastrase.

Me había habituado a vivir aislado en mí mismo, pasando días enteros en un rincón temiendo lo peor: que me encontrara conmigo mismo, hablando conmigo mismo, pensando que todo lo ocurrido podía ser un juego de mi imaginación alocada. Pero no se trataba de un producto de la fantasía, ni había modo de impedir que ese espacio oscuro se sintiera cada vez más oscuro, perdido de sus contornos.

La única ventana, ocasionalmente abierta, mostraba un arroyo cercano que se obstinaba en correr en dirección al naciente, protegido por el cuerpo de inmensos jacarandás en su sirga. Sin embargo, para mi sorpresa y cada tanto, por efecto de una ilusoria magia, al cerrarla, el haz de luz que se filtraba por entre las juntas de los postigos provocaba un nimbo luminiscente, tranquilo, donde su imagen de pronto aparecía. Era un trance sobrenatural, resplandeciente. El descenso de ese inexistente socorro me zambullía en un remanso breve que habilitaba en mí una pizca de razonamiento tranquilo. En esas circunstancias se encendía un repentino presentimiento: el de su existencia cierta en una vaga cercanía que, de pronto, hacía aparición, recordándome escenas utópicas de ese lugar y de otros sitios y tiempos donde habíamos vivido juntos.

Por la puerta cerrada, la misma por la que se disipó aquel otoño, yo aguardaba con la mirada incierta el día compasivo en que ella cruzaría el umbral, anunciando su retorno.

Imaginada abierta de par en par, ella ingresaba con dulzura bajo un sol espléndido que estiraba sus rayos hasta el repecho del cuarto donde me encontraba. Ni espectral ni fantasmal, veía una expresión de agrado mientras un viento suave le acariciaba sus pies.

            La estampa mansa tenía en su fugacidad la imposibilidad de asirla contra mi pecho jadeante. Con sus rasgos originales, discreta y sin maquillaje, llegada de lo alto, despertaba en mí una potencia interna mayor que la que pudo haber tenido un hombre de las cavernas. Era una sana fortaleza que me sacaba de la nada y me devolvía al país del ayer arrebatado. Pizcas de luces vivientes y bailes minúsculos la rodeaban. Nada daba lugar a que se evaporara su bella sonrisa, ni que sus ojos vivaces de color miel dejaran de buscar algo especial en aquel espacio variopinto, invadido de trasparencias azules en el claroscuro y colores frutales en lo profundo.

Había entre nosotros, en esa imagen semietérea, aires de una pasión sobreentendida, como si aguardásemos enlazar de nuevo nuestros corazones. Claro que en esa habitación silenciosa todo conspiraba a que estuviera escindido del tiempo ordinario. Nuestra contemplación, bajo una inexistente primavera, devolvía uno al otro imágenes del pasado como mutuos espejos que reflejaban, si no entereza, tal vez la vaga esperanza de que alguna vez superaríamos ese infortunado alejamiento.

Si bien esas fantasías respondían a un ilusión, no me enajenaban; aparecían como una equilibrada sinfonía trazada por una mano virtuosa filtrando músicas que se oreaban en un silencio paradojal, ofreciendo murmuraciones femeninas de exquisita nitidez. En tanto una suave calma tejía la madeja de ese ensueño, yo presumía entender ese trance sobrenatural.

Nada podía ser tan conmovedor como lo que mi mente fraguaba: ella se precipitaba con los brazos extendidos hacia los míos mientras yo corría a abrazarla, presto y trastornado, con reflejos de un acróbata que suspendido en el aire apenas contaba con una energía lánguida. El cuarto cedía bajo una ola de susurros mientras ella se desplazaba en el vacío. Sin embargo, entre la calma y la media luz, desde mi espacio soñaba mil antojos, regalándome el sabor de una brisa profunda.

Yo apreciaba frenéticamente aquellos momentos de hechizo. Me permitían contemplar los rizos que enmarcaban su cara y el saldo de su pelo abriéndose con toda naturalidad en un remanso de bucles cayendo sobre los hombros. Respiraba, y no era una respiración afanosa, y su mano se movía en un vago ademán mientras inclinaba hacia mí una sonrisa pulida de su bella juventud. Dulcemente, toda ansia se transformaba en alegría serena. Conmovido, respondía extendiendo sutilmente mi mano hasta lograr que el tacto me devolviera su versión deliciosamente menuda, poderosamente palpable. Sentía ese contacto tibio y la belleza de sus formas casi mudas. Enunciaban entre brumas no querer morir del todo, ni retirarse de la frontera del aliento de la casa y de nuestros cuatro retoños. De repente, sonreía y se iluminaba su rostro pareciendo la nuestra una conversación habitual, hasta el exceso de llegar a ser modesta, personal, equilibrada, con esa característica pasión implacable, sin indiferencias ni diferencias.

No merezco el elogio de que me tengan por hombre de mérito, por no haber perdido la razón. Al contrario, por algún tiempo, esas experiencias me otorgaban el goce de borrar por segundos las desdichas y el cúmulo de las penas. Una extraña fascinación parecía acompañarme en lo que quedaba del día. Diré que mi casa sigue allí, en el mismo espacio, y ella, de algún modo, sigue presente en ese ámbito apacible.

A diario no me cansaba del encanto de esa ebriedad, presintiendo un deseo incontenible de mantener la imaginaria conversación. Nadie daba cuenta de que era una de las clarividencias más azarosas que fuese posible imaginar, con todas las apariencias de un parlamento etéreo entre un ser vivo y una paseante deseosa de regresar a la vida. 

 Con cuánto gusto hubiera querido enlazarme a esa fantasmagoría y fundirme en ella, que nos encolumnáramos en ese pasadizo metafísico hacia alguna extraña dimensión donde fuésemos recibidos en un espacio borrado de lágrimas. Por debajo de mis soledades fluían otras certezas: un día como aquellos podría, feliz, dejar para siempre este mundo para perpetuar esa divina alquimia que atenuaba la soledad mi alma con granos de ilusión. Creo que nunca hubiera logrado esas ficciones fuera de mi cuarto.

              Oscurecidos los vidrios de las ventanas, de luto las puertas de la casa, al abrir los ojos regresaba al páramo de la realidad, donde caía en la cuenta de que ese sentimiento imaginario sólo había sido un encanto transitorio. Mi orfandad era lo más conmovedor que pueda concebirse, y bien caro que pagaba mis soñares al despertar. A poco de resurgir de la noche, el progreso de la angustia era el feroz peaje que me cobraba el hechizo. Me retenía sobresaltado, despavorido, turbado en la breve distancia que hay entre la vida y la muerte.

En las horas apuradas de la mañana, quedaba a merced de la indiscreción de una barahúnda callejera que no hacía más que crecer. Hartas lágrimas me regresaban a la realidad, y el ruido externo y el aire embalsamado de la habitación me arrebataban el exclusivo derecho a esa lisonja transitoria. Extraviado de los días, no podía describir el desasosiego que me dominaba; para peor, caía en cuenta de que las penas, por más comunicadas o compartidas que fueran, nunca se alivian. Desleído el sitio, veía que cada mueble mudaba, que la posición de las cosas cambiaba, que se espabilaban las moscas y hasta se torcía la dirección de las paredes. Todo volvía a ser un desierto de naderías que giraban, que el raso oscuro de la escena canjeaba su hermosa tiesura por una tenebrosidad viscosa; fugaba la imagen hasta desaparecer y yo pasaba a vagar por la casa, soportando el resto de las horas el sonido de una misma viciada cadencia repicando hueco bajo mis pasos.

En estado de conciencia, me era imposible no reflexionar sobre aquellos tiempos mágicos. Hasta las rezagadas palabras que pronunciara al morir la Maga Celeste que me dio todo lo que podía engrandecer a un hombre. Como paradoja, ahora que la perdía, la buscaba. 

En esa soledad confusa, aunque un filoso vacío volvía mi vida miserable, nunca caí en un profundo desvarío o en un embotamiento que impidiese a mi esfuerzo proseguir por el camino. Por más embrolladas, las ideas daban lugar a que el cerebro recuperara cierta, mínima, templanza. Y aunque hice todo lo posible para proseguir la marcha y no aceptar una injusta amonestación u otra culpa que no haya sido la de amarla, para mi pesar, confieso que nada del dolor me ha sido alivianado o absuelto de un modo más o menos indulgente.

He insistido en aprender las instrucciones del alma para el día siguiente sabiendo que siempre espera una lección y la corrección de otras por detrás, pero mi terca memoria insiste en perpetuar el nombre y el color de los tiempos que nos abrigaron. Releyendo aquel pasado, traté de contrarrestar los dolores con empeño, recuerdos y propósitos augustos, pero entre un alma metafísica y un hombre físico hay un sortilegio que confabula contra el corazón que busca un refugio seguro. Nadie puede suponer a ciencia cierta el hercúleo trabajo para enderezar con la reflexión aquellos instintos viejos de la memoria.  

Tal vez necesitado de asistencia, conociendo que no soy un mendigo ciego que no sabe de las estrellas, hubiera deseado continuar la redundancia de vida encendiendo la llama que recrea la faena; que alguna aurora un nuevo enredo de la existencia enjuagara las nubes. Abstemio de ese encuentro se fueron agotando las noches. Será que ese efecto absurdo obedezca al temor a lo por venir o a una fuga salvaje, no lo sé, más nunca logré avanzar por la costa fina de esa naturaleza que da lugar a un nuevo juego de la vida. No pude ni quise cambiar colores, reponer el mar ni ver otra vez el agua hecha luz.

El mes de marzo hizo trece años de aquel momento trágico.

Rodolfo Martín Campero, médico, académico, escritor. Rector de la Universidad Nacional de Tucumán en dos oportunidades. Ha sido presidente del Consejo Interuniversitario Nacional, rector honorario de la Escuela Nacional de Gobierno, Vicepresidente para Latinoamérica de la fundación cultural Batuz Foundation Satschsen – Societé Imaginaire, Alltzella – Dressden, ( Alemania), Diputado de la nación.  Diploma y Medalla de Oro de la Academia Nacional de Medicina, Premio “Bullrich”. Medalla de Oro- “Centenario de la Societá Dante Allighieri”. Es Miembro Honorario Vitalicio de la Sociedad y Biblioteca Sarmiento. Medalla de Oro Martín Miguel de Güemes en mérito a la repatriación de los restos del comandante del Gral. Martín Miguel Güemes, el coronel Juan José Feliciano Fernández Campero. Diploma y Medalla de la ACIAU, Asociación de colegios italianos de Argentina y Uruguay.  Ha escrito cuento, ensayo, novela histórica y ficción, entre los que se destacan:
El Marqués de YaviCoronel del Ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata”, ensayo biográfico. “La india PetronaCrónica de hechicerías e inquisiciones en el viejo Tucumán”. Ensayo histórico novelado. “La casa de las cien puertas”. Novela. “Los Pasos de Helena”. Novela. “Noticias útiles de Sudakia”. Novela Complilación de cuentos “Lire”, con Romina Benitez, Buenos Aires, 2018. Es colaborador habitual del diario La Gaceta, de Tucumán

Un comentario en «Literarias: «Réquiem para un desconsuelo»»

  • Felicidades Estimado, Rodolfo es un placer poder disfrutar de todo tus contenidos, un abrazo virtual

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